
Revisando notas del viaje en moto por Bosnia i Herzegovina me encuentro con un título y cuatro esbozos en un rincón de mi libreta. Pronto recuerdo que lo empecé tomando una cerveza sentado en una terraza de la plaza Trg fra Grge Martića junto a una de las rosas de Sarajevo y la Katedral Srca Isusova, más conocida como la Catedral de Sarajevo o la Catedral del Sagrado Corazón.
La Rosas de Sarajevo.
Soy fruto del encuentro de cientos de gramos de fierro en contacto con la madre tierra, esa soy yo. Fecundada en el odio entre hermanos por un poderoso y envenenado artefacto en forma de gota, nací una noche de 1993. Mi progenitor hacia días que esperaba ser lanzado, conspirador y frío, silenciado y tendido aguardaba su coyuntura en la pendiente norte de Sarajevo para singlar por el filo de su macabra guadaña.
Troquelado y adoctrinado llegado el momento no titubeó, su vuelo, casi perfecto, solo alzó un ligero silbido en la expiración de su trayecto, presagió su compareciencia con la certeza del que paraliza la huida, encarnizado, forzó y desfloró a mi madre. Solo un cándido oido fue capaz de advertir el susurro, amo de la inocencia que presionó la mano de su madre por última vez. La gran gota de fierro se fragmentó en decenas de regicidios colmados de odio y sedientos de vida, abandonando su rastro en mi costado arremetieron punzantes y agudos segando la vida de las esencias sin armas que en la plaza acontencian.
No muy lejos de allí, en el crepúsculo de un palco callejero, la mano que mece la guadaña curioseaba salivando el fruto de cuatro mentecatos.
Las Rosas de Sarajevo son el resultado de los proyectiles lanzados desde los morteros que sitiaron la ciudad de Sarajevo durante la guerra de Yugoslavia, actualmente, las pocas que quedan, son rellenadas con resina roja por personas anónimas en recuerdo a las víctimas que en su día perdieron la vida en cada uno de esos lugares.
Troquelado y adoctrinado llegado el momento no titubeó, su vuelo, casi perfecto, solo alzó un ligero silbido en la expiración de su trayecto, presagió su compareciencia con la certeza del que paraliza la huida, encarnizado, forzó y desfloró a mi madre. Solo un cándido oido fue capaz de advertir el susurro, amo de la inocencia que presionó la mano de su madre por última vez. La gran gota de fierro se fragmentó en decenas de regicidios colmados de odio y sedientos de vida, abandonando su rastro en mi costado arremetieron punzantes y agudos segando la vida de las esencias sin armas que en la plaza acontencian.
No muy lejos de allí, en el crepúsculo de un palco callejero, la mano que mece la guadaña curioseaba salivando el fruto de cuatro mentecatos.

Por suerte, ahora la plaza es punto de reunión entre los enamorados de Sarajevo, también, para los fieles guardianes de historias muy humanas.
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